Ébola: el orden del caos

octubre 10, 2014 § Deja un comentario

Detalle de la pintura de Brueghel,

Detalle de la pintura de Brueghel, «El triunfo de la muerte» (1562). En este tríunfo de la muerte, prescrito a cada cual su cuerpo de infectado, que sólo cada cual habita, los enfermos hacen caer a reyes y toman sus riquezas.

Los dispositivos de poder se emplean, entre otras herramientas, usando el miedo. Un miedo cuidadosamente aplicado, seleccionado, con una lógica extremadamente racional a cada cual de las situaciones. El poder gestiona ese miedo, y está en sus manos, como en el actor que interpreta al «mal» entre los espectadores, que son a su vez elementos actuantes de la representación. En todo momento el miedo se ejerce y se dirige. Pero, ¿y si el poder perdiera el control del miedo? ¿y si no supiera gestionarlo? ¿y si no fuera él la fuente de ese miedo? El miedo se produciría de forma paralela al poder, de forma imprevisible para él, que por otro lado habría perdido una herramienta casi perfecta, que ya no estaría en sus manos para usarla. Las reacciones emocionales se desencadenarían desligadas, y por primera vez moviéndose como un cuerpo independiente que no responde en ese espasmo a estímulos del poder en su miedo inoculado, sino a espasmos autónomos, siendo el cuerpo social el origen del estímulo, medio y objeto de su propia reacción. En ese momento se sucede una imperceptible derrota del poder. Se abre un vacío, una verdadera crisis y debilidad, y este panorama, hasta donde necesariamente se puede llegar, se bifurca en dos opciones: 1. Que el poder no se delate como falsedad, que logre ocultar su debilidad crítica, hasta el momento en que pueda recomponerse y tomar de nuevo el control del miedo, que regrese a sus manos. 2. Que el cuerpo social descubra en su propio miedo, incluso veladamente, que él mismo es un cuerpo reactivo, origen, medio y objeto de su propia reacción, y que este discurso deductivo, consciente o inconsciente, derrumbe la escenificación y el papel de quien ya no controla el miedo, el poder, y por tanto lo rechace, lo niegue como cuerpo extraño y ajeno al colectivo social.

Durante el siglo XIV, después del brote de la Peste Negra, algunos disturbios y motines de importancia estallaron en varias regiones de Francia e Inglaterra. Previamente, el poder consciente de su vulnerabilidad, había adoptado unas medidas de control urbano absoluto.
Llegada la oleada vírica a la ciudad, se ordenaba el encierro de todas las familias en sus casas, bajo pena de muerte, entregando las llaves a un celador. En cada calle un centinela a cada parte que controlase todo, un oficial cada día que pasase revisión, casa por casa, haciendo asomarse a los miembros de cada familia a su ventana, mostrando así su estado, o de no aparecer que se encontraban muertos. Los cadávares eran recogidos por hombres de los niveles más bajos de la sociedad, y en cada manzana un médico que atendiese, él, únicamente, a los enfermos y mandase a los boticarios preparar tal o cual medicamento. Y todos estos a su vez, cada celador, cada centinela, cada portador de cadáveres, cada médico, debía responder ante un síndico que cuidadosamente tomaba nota de hasta el último de los detalles, puerta por puerta, para entregarlos a los intendentes de cada sección, que a su vez lo entregaban al ayuntamiento. La cuarentena era de clase.

El miedo, externo al poder, llegado en forma de peste, fue tratado con el control más riguroso. Poniéndolo a él en cuarentena, y ante la obligatoriedad de reclusión, la vigilancia y el control estaba garantizado.
Sin embargo, este ejercicio de vigilancia se fue perfeccionando poco a poco, introduciendo en el cuerpo social la necesidad misma de la vigilancia, de una forma más sutil, más peligrosa, pero a su vez con nuevas vulnerabilidades. El ejercicio del poder era evidente en la antigüedad, y el vínculo entre los elementos sociales más estrecho, cuando no directo entre el castigado y la autoridad que aplica el castigo. Entre el torturado y el verdugo. Hoy, en el pretendido discurso del castigado, es el castigo quien pone voz de ser el conjunto social. Es, en definitiva, en uno mismo en su relación con los «otros», donde se produce el discurso, y de donde vienen nuevas formas de vigilancia y castigo.
En este escenario la aplicación de la autoridad a través del miedo va, de alguna forma, sobre ruedas, y el poder tiene simplemente que empujarlo. Pero aquí entran las nuevas vulnerabilidades. Bastará con la aparición de un miedo ajeno que no provenga del poder mismo para abrir la posibilidad de delatarlo como relación imaginaria.

Y en estos días de ébola, la representación ha conocido un actor inesperado. Como dice Foucault: «A la peste responde el orden; tiene por función desenredar todas las confusiones: la de la enfermedad que se trasmite cuando los cuerpos se mezclan; la del mal que se multiplica cuando el miedo y la muerte borran los interdictos. Prescribe a cada cual su lugar, a cada cual su cuerpo, a cada cual su enfermedad y su muerte, a cada cual su bien, por el efecto de un poder omnipresente y omnisciente que se subdivide él mismo de manera regular e ininterrumpida hasta la determinación final del individuo, de lo que lo caracteriza, de lo que le pertenece, de lo que le ocurre.»

¿Sabrán controlar, con un poco más que escape de sus manos, un miedo que ya no es suyo? ¿sabremos desenredar las confusiones?
Pongamos lo dicho en cuarentena.

Carlos Benetó,
10 de octubre de 2014

Deja un comentario

¿Qué es esto?

Actualmente estás leyendo Ébola: el orden del caos en Papaver vitae - INICIO.

Meta